De mi libro "perdí las estrellas"




A LOS TOROS



Mamá me había puesto un vestido azul de terciopelo, yo lo tocaba ensimismada como bordeando la felpa de un melocotón. Me quedé en la puerta esperando a mis padres, pero me aburría. Un kiosco de caramelos llamó mi atención. Yo no me escabullía de los coches: los coches me evitaban a mí.
Me encontré delante del mostrador pidiendo una piruleta, levanté una manita y el amable hombre del puesto me vio por fin. Yo orgullosa de mi hazaña no entendía por qué en aquellos momentos llegaba mi madre corriendo, asustada  ¿por qué? si yo sólo compraba una piruleta con dos reales. No vuelvas a separarte de mí, me reprendía, mientras bajábamos la calle de los Guerrilleros camino de la plaza de toros. Había muchas tiendas, casi todas de zapatos, la calle era una cuesta larga. Para mí infinita, Íbamos al otro lado del mundo.

¿Qué significaba tanto ruido, tanto resplandor?, ¡era la feria!, guirnaldas y farolillos como sombreros del aire. Me quedé encandilada con las bombillas de colores, y por la cantidad de kioscos de pipas y palomitas, de martillos de caramelo, chufas como escarabajos en cucuruchos blancos, algodones de azúcar. Mi hermana Abril, acurrucada como un ovillo en los brazos de mi madre abrió sus ojillos durmientes como un librito fulgurante mirándolo todo, escribiendo su mundo envuelta en la luz de la tarde.

Comiendo una bolsa de palomitas, entramos a la plaza de toros majestuosa, rodeándome la vista, engarzándome en su magia. Nos sentamos en las gradas. ¡Había tanta gente!, me habían comprado unos globos que yo inflaba, y mi padre les hacía los nudos y los dejaba volar al cielo solitario, sin una nube  siquiera, sólo los globos, mis ojos y los de mi hermana mirándolos desaparecer, mientras el primer toro salía a la plaza.

Bastó la presencia del astado y su aliento empolvado de arena para estremecerme. Papá estaba demasiado entretenido con los primeros capotazos del torero, la suerte de picar o las medias verónicas, entre sombra y  sol asomaba mi tormento: “lunático” así se llamaba el morlaco, pensé que sería porque en sus ojos tenía la luna. Imaginaba que el toro veía la brisa que orientaba la capa, por eso iba hacia ella, para esconderse, como yo en el pelo de mamá.

Las lágrimas corrían por mis mejillas, y el toro exhalaba un licor rojo como lumbre en un campo de avena. Saqué un pañuelito bordado de mariposas, que empapé de afligidos sollozos, vio la pena mi padre y dijo: nos vamos y cuando me encontré de nuevo en la verbena, pasé de la desdicha  al goce de vivir en menos que canta un gallo, y subimos a la noria ¡iba a ser un pájaro! en las alturas, la máquina se detuvo, desde allí se oteaba la plaza, llena de pañuelos blancos como palomas a punto de alzar el vuelo. El toro inerte en el centro como un bulto de terciopelo endrino. Las mulillas arrastraban su silencio. Había visto la muerte. El vértigo me hizo vomitar. El trazo de una nube cruzó el ardiente sol en aquella tarde de verano.


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