Llegaba la ahora del descanso, de ver la hora descender levemente, arrancada por el brío de una brisa. La quietud a la orilla de una acequia, en el mojón de un camino o en el respaldo de una albarda. Un potro se acerca próximo a mis ojos, ahora se aleja, entre cardos y abrojos de las mies. Las hormigas corretean por mis manos y entre los terrones resquebrajados de la tierra.



          Los recuerdos permanecen como la vida. En los rincones de la memoria se conservan los detalles cotidianos, la rosa silvestre que se marchita, la canalilla arriba en el pinar, debes callar junto a ella y oír la fluencia despaciosa, goteante, la libélula va viniendo, tanteando, levantándose en el agua.
 De mi libro "la alfombra de la palmera y la media luna"





Tu entierro fue como de costumbre hacen los que están vivos, lamentarse y olvidar pronto, ¿sabes lo que canta tu viento cuando miro el guión del horizonte donde tú estás, cuando los insectos revolotean en el atardecer y los ojos verdes de un gato ronronean serenos?, ¿sabes qué me dice tu canto?, que no guarde rencor.

Este cementerio apenas tiene un árbol, sólo tumbas y olvido.

Mi dulce niña si reposaras a orillas del Nilo entre palmeras y olivos. Algún día te llevaré allí, para que duermas en la  arena, con el duelo de las dunas, los llantos crispados del viento, y   golpecitos del sol en las mañanas, el ruido del río luciendo de azul sólo para ti. 


De mi libro "perdí las estrellas"




A LOS TOROS



Mamá me había puesto un vestido azul de terciopelo, yo lo tocaba ensimismada como bordeando la felpa de un melocotón. Me quedé en la puerta esperando a mis padres, pero me aburría. Un kiosco de caramelos llamó mi atención. Yo no me escabullía de los coches: los coches me evitaban a mí.
Me encontré delante del mostrador pidiendo una piruleta, levanté una manita y el amable hombre del puesto me vio por fin. Yo orgullosa de mi hazaña no entendía por qué en aquellos momentos llegaba mi madre corriendo, asustada  ¿por qué? si yo sólo compraba una piruleta con dos reales. No vuelvas a separarte de mí, me reprendía, mientras bajábamos la calle de los Guerrilleros camino de la plaza de toros. Había muchas tiendas, casi todas de zapatos, la calle era una cuesta larga. Para mí infinita, Íbamos al otro lado del mundo.

¿Qué significaba tanto ruido, tanto resplandor?, ¡era la feria!, guirnaldas y farolillos como sombreros del aire. Me quedé encandilada con las bombillas de colores, y por la cantidad de kioscos de pipas y palomitas, de martillos de caramelo, chufas como escarabajos en cucuruchos blancos, algodones de azúcar. Mi hermana Abril, acurrucada como un ovillo en los brazos de mi madre abrió sus ojillos durmientes como un librito fulgurante mirándolo todo, escribiendo su mundo envuelta en la luz de la tarde.

Comiendo una bolsa de palomitas, entramos a la plaza de toros majestuosa, rodeándome la vista, engarzándome en su magia. Nos sentamos en las gradas. ¡Había tanta gente!, me habían comprado unos globos que yo inflaba, y mi padre les hacía los nudos y los dejaba volar al cielo solitario, sin una nube  siquiera, sólo los globos, mis ojos y los de mi hermana mirándolos desaparecer, mientras el primer toro salía a la plaza.

Bastó la presencia del astado y su aliento empolvado de arena para estremecerme. Papá estaba demasiado entretenido con los primeros capotazos del torero, la suerte de picar o las medias verónicas, entre sombra y  sol asomaba mi tormento: “lunático” así se llamaba el morlaco, pensé que sería porque en sus ojos tenía la luna. Imaginaba que el toro veía la brisa que orientaba la capa, por eso iba hacia ella, para esconderse, como yo en el pelo de mamá.

Las lágrimas corrían por mis mejillas, y el toro exhalaba un licor rojo como lumbre en un campo de avena. Saqué un pañuelito bordado de mariposas, que empapé de afligidos sollozos, vio la pena mi padre y dijo: nos vamos y cuando me encontré de nuevo en la verbena, pasé de la desdicha  al goce de vivir en menos que canta un gallo, y subimos a la noria ¡iba a ser un pájaro! en las alturas, la máquina se detuvo, desde allí se oteaba la plaza, llena de pañuelos blancos como palomas a punto de alzar el vuelo. El toro inerte en el centro como un bulto de terciopelo endrino. Las mulillas arrastraban su silencio. Había visto la muerte. El vértigo me hizo vomitar. El trazo de una nube cruzó el ardiente sol en aquella tarde de verano.



Fragmento de mi libro "Perdí las estrellas"





PROVINCIA DE MADRID


Yo nunca había visto un coche hasta aquel día, que dejamos las blancas tapias del corral y la relumbrante y afilada voz del gallo, que nos despertaba por las mañanas. Llegamos a Madrid. Ahora escuchaba el tráfico, lo podía oír constantemente desde aquel cuarto azul de pigmentos naturales, y mil destellos de detalles,  las puertas de nieve recercadas, un suelo limpio, la cama de hierro donde dormía el pasado, con la penumbra de las cortinas cerradas al frío.
Mi madre cultivaba el arte del primor. Con escaso material creaba un mundo de ensueño, unos hilos y un trapo y sus manos habilidosas balanceaban dulcemente la aguja y los hilos como olas entraban y salían del mar sedoso de la tela, dibujaba listas y rayas, estampados y perdices, o hacía una colcha de cuna bordando el cuento de la gallinita ciega en tejido de damasco. Hebra a hebra, la bobina, el bastidor. La máquina de coser se oía  a veces en el benévolo silencio de la noche, el ritmo intermitente de los pedales, el sonido lejano de los coches, y yo rebulléndome entre las sábanas buscando el sueño.